03 mayo 2009
















Callejón con salida
La posibilidad de abandonarlo todo gracias a nuestro poder de elección es en su mayor parte ilusoria; mutilado tenemos eso del libre albedrío.
No niego con ello el hecho de nuestra capacidad para decidir nuestro rumbo en cada encrucijada, en cada bifurcación o incluso en cada “porque sí”, sin más motivo que la voluntad de hacerlo. Ahí está el caso, como ejemplo, del sabio anacoreta que se retira a las montañas o del monje cenobita dispuesto a vivir alejado  del resto del mundo. Entrando en meditación íntima pueden transformar su yo interno y renovarse, sin duda, pero no dejarán de ser casos aislados, la inmensa mayoría de los seres humanos nos sentimos encadenados sin apenas perspectivas de evasión. El nido cómodo es una cárcel consentida sin apenas resquicio para airearnos.
 ¿Cuántas veces nos preguntamos: qué hago yo aquí? 
Y tal vez esa pregunta nos la planteamos sencillamente para seguir creyendo en que podemos interrogarnos por el placer inexplicable de no saber responder. La sempiterna limitación humana no nos permite atisbar ninguna respuesta próspera. Los dogmas no nos sirven ni amparan debido a su característica determinante, son pozos ciegos y nuestra cordura aunada con la razón los objeta. Además, siempre deberán surgir nuevas preguntas tras cada respuesta, tanto si ésta es aparentemente satisfactoria o inalcanzable,  pues la certeza incuestionable es pariente cercana de la muerte y coarta este existir cimentado en ir oxigenándose con la útil panacea del asombro.
Por otro lado, aspiramos a mitigar nuestra soledad buscando compañía e intentamos compartir nuestra vida sobre una base construida desde el entendimiento, desde la comunicación fructífera en las variadas vertientes que nos son comunes. El sexo es sólo una de ellas y la más próxima a lo irracional de todas. Acaso por eso podemos alcanzar cierta felicidad desde su trinchera, ya que no desde la ausente lucidez en la que nos sumerge; situación ésta que tan interesadamente enturbia nuestra razón mientras nos gobierna el fluir intempestivo de la pasión.
En algún momento de la evolución la naturaleza erró, no fue ecuánime en sus leyes o al menos así lo parece. El naturismo defrauda cuando nos iguala de forma ejemplarizante, la demencia lo prueba, la común infelicidad lo explica, y ya no sirve justificarnos con nuestro progresivo alejamiento  de esa madre omnipresente, pues ella sigue un camino y nosotros estamos perdidos en el intento de coincidir en otro cercano y convergente.
La religión, tan opuesta a la razón, ingenió y hace uso de la fe como un absurdo intento por creer en lo increíble, por ello no tan solo es un opio sino curiosamente también el paraíso mismo que tanto promete. No hay mayor gloria que creer, no hay mejor acomodo como el de tener al presente arropándonos como si fuera ese mismo presente nuestro destino, y más si ese destino nos promete repletar la ansiedad de lo eterno.
La duda entre el gozo (terrenal, cercano, factible, fugazmente real, ese que el ojo de nuestros sentidos nos muestra escandalosamente) y la artificiosa creencia en un designio superior o en un orden supremo capaz de salvaguardarnos de la desesperanza, debería inclinar la balanza ostensiblemente hacia el lado de la razón si no fuera por nuestra imperiosa necesidad de sostén y por los claros intereses de la clase poderosa y regente.
Pero no hay que olvidar, por obvio, la única evidencia capaz de alumbrarnos: No es la vida un corchete intachable y lacrado, más bien debemos entenderla como un callejón con salida, y así como entramos en él desde una plaza inmensa, el cosmos, con el salvoconducto y única deidad de nuestros átomos indestructibles, salimos a la muerte existiendo en ellos para la eternidad, sin conciencia de ser pero, sin duda, siendo…