08 febrero 2010

















Tonos grises

Es un día yermo.
Al despertar un vacío preside la estepa de mi existencia y un lívido fantasma se presenta, de nuevo, en la luna del espejo; los pelos de la barba, tan a la suya, no distinguen los estados de ánimo, crecen indiferentes, incansables.
Escruto en los proyectos y parece que continúan nublados, la suma de inquietudes da resultado cero.
La alternativa, si la hay, se dibuja en el catre, que pareciera pedirme retornar a la huella dejada por mi silueta tras la noche durmiente.
Invadido por un cierto cansancio crónico me cubro con un ropaje cómodo, y sigo con la ya habitual mecánica de activar mis movimientos apresurando mis pasos en dirección al centro de la nada. Hoy tampoco parece querer acompañarme una nueva melodía, se ha confinado la música diurna en algún rincón oculto.
¡Qué poco emocionante se presume la mañana! No tendré maravilla ni asombro, tan sólo algunos papeles estacionados, pendientes y abandonados a su propia inercia. Es el regreso a la rutina corrosiva.
Este hundirse lentamente, como piedra lanzada contra el lodo producido por las últimas lluvias, sin encontrar motivo alguno para querer ni desear evitarlo, con el único caudal de este despertar grisáceo, reflejo del como soy: un ser simple enraizado y teñido en y por ese gris melancólico. Susceptible e incapaz, en estos días, de descubrir en la paleta más colores para mezclar que el negro y el blanco. No hay pincel prodigioso que capacite para poder pintar un arco iris con tan inflexibles colores.
Falto de adjetivos animosos, influido por estropajos de ideas, por dunas de estiércol poblando las playas íntimas, otrora bellas, y con la desesperanza de las tardes sombrías, suena este invierno como un violonchelo desafinado que va deslizando sus mudanzas desde la médula hasta unas piernas paralizadas por el desánimo.
Son esos grises verdugos de los poemas antes de concebirlos, plomo embarrado cargando de pesantez las idealizadas salinas blancas.
Conversando conmigo mismo, así, acompañado de un paisaje rebosante de quietud funesta, especulo y fantaseo con la fragilidad de esta espera, al acecho de lo imprevisible, desde la atalaya herrumbrosa de esta jornada desértica.
Por suerte, pienso, nadie acaba irreversiblemente en hoja muerta y silenciosa mientras exista el viento, pues así como no es capaz de escuchar nada la sorda piedra que desenterró el arado, ni laten o gritan los terrones pardos y sedientos tras su paso, el agua sigue fluyendo, corre y alcanza…
Tal vez sea mañana cuando, como en un campo de vistosos trigales, renazcan los bisiestos aromas, sestee la negrura en algún que otro verde y dormite la tristeza, de nuevo, en su apático lecho.
Si algo sé es que sólo el poder de un nuevo estimulo puede llevarnos hasta el regocijo, hasta el logro placentero del descubrimiento. La ilusión de poder recrearse es un exclusivo don tan individual como esperanzador.
Y ahí estoy, empapado voluntariamente por un imaginado chaparrón e intentando el esbozo de una tibia sonrisa deliberada.