05 marzo 2010














La felicidad en un punto y seguido

Era una noche teñida por ese misterio en el que una mujer atractiva se mece sin poderlo evitar. Descubrí en su rostro el resto de una ternura añeja que parecía engendrada después de algún naufragio. Sobre el oleaje de su mirada, sedosamente, se fue restituyendo un paisaje perdido tras algún fracaso, la luna era ya un tenue destello en sus ojos.
Le dije: Mil poemas te escribiría si con ellos recuperaras la curva alegre de tu boca.
Y le hablé de la inconsistencia de la felicidad, siempre escapando como un preso en fuga irremediable, también del hambre de búsqueda que nunca aplaca, y de la luz cenital que constantemente nos alumbra aunque sea tan sólo para facilitarnos el siguiente paso.
Ella fue desanudándose como sólo se consigue si aflora el deseo, olvidando la turbiedad de sus desmembramientos anteriores, y a punto del desboque se hizo, se creó transparente, cálida, seductora, embriagante.
La soledad fenece en ese instante, la pisada reconoce su huella, la intención alcanza su final feliz, con la sencillez de lo inevitablemente, ávidamente animal. Mientras dura, el ensayo de esa unión inexpugnable logra redimirlo todo.
Y ahí, en ese lugar fuera de tiempo, pude palpar el origen de su arcano misterio femíneo, ahí donde el silencio compone su sinfonía incruentamente carnal; como si los labios fueran exploradores adentrándose en el enigma, en la raíz de la existencia, en su único sentido piramidal y hueco.
La nada es, repentinamente, lo importante, lo vital, lo único. Es suficiente cristalizarse en un beso para abrazar la nada y su impávido descanso, por eso el hombre sólo se eterniza en el momento, paradójicamente. Para la raza humana, lo eterno reside en algo tan fugitivo y transitorio como es la culminación de su deseo sexual.
Sin duda lo bello ciñe por la cintura a esa fugaz infinitud, el gesto en el amor, su amor concedido, se torna sabiamente hermoso, y ostentosamente crece, redondea su materia incorpórea. Una esencial presencia olvidada reaparece, toma el mando en este viaje impensado. Las manos vibran al son del abandono, canalizando la piel con surcos suaves, con leves y delgadas caricias temblorosas. Al fin, acompasados, redescubrimos una cumbre fogosa que ir escalando de la mano de una recíproca sonrisa epidérmica que nos atrapa en su horizonte aleante. Nuestras células también reconocen ese "ahora" imperioso, hacen su cometido con la voluntad de un fiel soldado. El cerebro, mientras tanto, relaja, sosiega cualquier actividad cercana a lo hostil.
Se consigue ser feliz en el abandono y dejando actuar con naturalidad el dominio liberador del instinto, en la recuperación de la rebeldía selvática y esencial.
Punto y seguido…