08 marzo 2008











Me pasan cosas

Fue un viaje a uno de esos pueblos que pasaron de ser casi nada a conglomerado de restaurantes, hoteles y chiringuitos en tan sólo una decena de años, algo muy común por estos pagos.
Escogimos un hotel con categoría semi-lujo de una conocida y prestigiosa cadena, lo que se denomina un cuatro estrellas (palabra que inevitablemente me trae siempre al recuerdo mi paso por el glorioso ejército español, tan repletito de estrellas y estrellados).
La época, el comienzo del verano, y la oferta muy buena en cuanto al precio, con la única salvedad algo fastidiosa, sí es que pudiera considerarse así, de que estaba atiborrado por una ingente multitud de jubilados a los que, presupuse, les habían casi regalado la estancia de unos días con el fin de cubrir por completo la capacidad residencial que tenía el establecimiento.
No entraré en demasiados detalles sobre el alojamiento. La habitación, como es habitual en estos casos, tenía lo justo, pero eso sí, era modernita y limpia, funcional que se dice. La cama estaba algo combada, seguro que por aquello de utilizarse mucho en los repetidos intentos de ir saltando sobre ella algún que otro tigre, y claro, tenía resentidos los sufridos muelles. El baño coquetón y no demasiado grande, mejor, no vayamos a encontrarnos agobiados por los espacios amplios al realizar esos menesteres donde tanto es de agradecer sentirse recogidito. Había aire acondicionado, cómo no, pero ni siquiera intenté hacerlo funcionar, ya hace tiempo desistí de los intentos vanos por entender el funcionamiento de esas simpáticas ruedecitas, tan suyas y tan desobedientes en relación a mis deseos y a mi pobre capacidad de raciocinio. Había caja fuerte, sí, pero pensé, con este precio por noche incluyendo media pensión, seguro que hay un pago suplementario por utilizarla, y como estaba ya concienciado de que, en los días de asueto, cuanto menos trato se tenga con el recepcionista más feliz es uno, pues… pasé del tema.

Vayamos al grano, la cena era eso que llaman buffet libre, un triste invento en el que los alimentos parecen adolecer de una melancolía vitamínica y estética inquietante, pero, estábamos de relax, no pasa nada; cogí una bandeja de esas que pretenden simular madera y que en realidad son de un plástico más frio y duro que un asesino a sueldo, y me dije, después de palpar mi chaqueta y comprobar su falta, cielos… no tengo mis gafas, las he dejado olvidadas en la habitación, tampoco pasa nada, tranquilo, si total llevo la gran mayoría de la vida sin ellas, además, así me evito todos esos intentos por reconocer la presencia de pequeños insectos, animalitos de dios, entre las hojas de lechuga de la ensalada.
A partir de aquí, algo sucedió, y es que, como ya titulé, me pasan cosas.


Entre los recipientes metálicos donde reposan los jugosos y apetecibles manjares que cocinan en estos lugares, sin duda, para nuestro deleite, vislumbré la singular presencia de unas patatas fritas de aspecto muy enternecedor, con una sin igual pastosidad y dichosamente bañadas en su lagunita aceitosa. Inmediatamente me convocaron para ir a su encuentro por lo que, sin más preámbulo, así lo hice, no sin antes haber depositado cariñosamente, en el fondo de mi plato y con el fin de arroparlos un poquito, un par de huevos fritos que ya hacía rato estaban pasando frio. Intentaba poner todo mi amor en la combinación de esos dos elementos, patatas y huevos, que como estaréis de acuerdo conmigo es la más sublime y sencilla que existe.
En mi intento por trasladar los tubérculos al lado de sus redondos y futuros compañeros de infortunio, me pasó inadvertido un episodio de esos que llamamos imprevistos, pues como consecuencia, sin duda, de mi visión mermada por la ausencia de los anteojos citados, un par de patatitas tan abrazaditas como apasionados amantes, cayeron al suelo acompañadas de todo ese amor suicida, y yo, sin advertirlo, las asesine, amparándome en la ineludible ley de Murphy, implacable en estos casos.
Fueron irremediablemente aplastadas por uno de mis zapatos, y con una pisada de esas que demuestran mi carácter, bien profunda, he de señalar en este punto importante, que mis zapatos eran, en esta ocasión, de esos que tienen unos nervios de goma muy coquetos y sobre todo útiles al pisar en la arena de la playa, distrae mucho el poder contemplar las propias huellas, es casi filosófico.
Sigamos, la pulpa de las susodichas se me incrustó y amoldó perfectamente en el lecho nervioso y noté la lógica protuberancia al dar el paso siguiente a aquel en que las albergué en mi suela.
Desde ese mismo momento fui perfectamente consciente de que tenía un problema.
Nada como la conciencia de saberse en dificultades para sentirse inútil, aunque algo tenía claro, mis próximos pasos eran cruciales para no ir dejando marcas grasientas y hasta peligrosas, cosa ésta que pude comprobar inmediatamente cuando vi a una señora, de mediana edad, haciendo un escorzo rumbero con el meritorio fin de evitar caerse después del resbalón ocasionado por la traza de mi primera pisada.
Lo primero, me dije, serenidad, esto es como cuando pisas una cagada de perro, lo mismito, y en esos casos, ¿qué haces? ¡coño, el bordillo! claro, hay que buscar una buena arista, miré entonces el zócalo que circundaba la barra, no me vale, es curvado, pues entonces un pilar, ese sí tiene esquinas rectas, aunque todos están en lugares demasiado visibles, si al menos pudiera llegar al servicio de caballeros aunque sea andando apoyando en el tacón, tampoco, está fuera del comedor. De repente, me alcanzo una de esas iluminaciones inexplicables pero bien ciertas, me fijé en el tenedor que tenía en la bandeja, parecía mirarme como diciendo, yo, yo… estoy aquíii, ni lo pensé dos veces, lo agarré como un poseso, giré boca arriba la maldita suela, quedando apoyado en una sola pierna, y pinché (reconozco que con una precisión inusual en mí) la pasta insolente en la que se habían convertido las patatas, luego, una vez despegadas y sueltas, las aparte a un lado de un puntapié certero, de algo me habían servido, al fin, todos estos años jugando al futbito.

Cuando levanté la mirada, razonablemente satisfecho por la hazaña, los puede ver, eran una parejita de jubilados, de esos que parecen haber encontrado la antesala feliz de la eternidad, sonrientes, sus ojos eran puro gozo; ella era mi abuela Carmela después de descubrirme en una travesura, él hizo un gesto con su mano diestra: ese de poner el pulgar hacia arriba victoriosamente…