26 octubre 2009

















En el otoño desenmascara el árbol


así como lo hacen nuestras alegrías


y de fronda nostalgia se nos puebla la tierra


tras la lluvia intensa de esta edad tardía.


.


15 septiembre 2009














Esperando a la brisa

Dentro de algunos de nosotros perdura, con independencia de la edad, un eco insomne que nos hostiga persistentemente, y para intentar someterlo lanzamos un grito ahogado capaz de encabritar el agua tranquila que pudiera ser nuestra existencia.

El paso del tiempo nunca nos es indiferente, todo va emborronándose, se disipan espejismos capaces de llenar algunos vacíos. Lo cotidiano parece querer eludir el acontecimiento aventuresco, ese que en ocasiones se antoja tan posible como el revoloteo de un pensamiento y tan decisivo como dar un salto imperioso hacia lo desconocido: la salvaguarda transitoria para evitar caer en el precipicio de vivir entreviendo el final del paréntesis, o la innegable señal anunciándonos que se va avecinando el último párrafo de nuestra novela.
Ciertamente nada nuevo se descubre si somos incapaces de armarnos y volar con las alas que mantenemos ocultas en la voluntad y en la mirada.

La mano propia necesita del calor perceptible de otra mano aliada, tangible, leal, guía en nuestra ceguera torturante, el amparo del camarada, y así, en confianza, poder sentirnos capaces de atrevernos a cruzar la calle ilusionante de nuestras aún posibles fantasías. Precisamos de la caricia, del beso enardecido, del cuerpo celebrando el regocijo de armonizarse en otro. Hay una demanda interna necesitada de contacto, de piel convocando a piel, de lágrimas, risas, de la voz y sus matices vibrando en nuestros oídos…

Día a día constato que un blog nunca deja de tener una gran parte de muralla infranqueable, de muro sordo, y voy apreciando como tras esa barrera vais desapareciendo tal y como llegasteis. Uno a uno regresáis al lugar donde presumo estabais antes de formar parte de este inciso en mi vida, volvéis a vuestros velados señoríos, imaginados cientos de veces pero que lamentablemente jamás recorreré.

Me olvidareis lenta e irremisiblemente, yo os olvidaré a mi pesar, es la vida. Aún así no tengo duda: ha valido la pena cada minuto dedicado a conoceros, a pensaros, a fantasear con capítulos posibles de esta fábula con estéril final. Sé muy bien que este intento de vuelo es tan solo una dulce quimera.

Aunque, lo confieso, siempre perdurará e mí la marca indeleble de ese alguien que secretamente me enamoró, en el más bello ensueño imaginado. Pero tras el sueño, el despertar trae un regusto agridulce con la perdida de lo que parecía real, y el despertar también lleva consigo la aspereza de descubrir la verdad irremediable.

Estas tenues amistades o ingenuos amores consiguen deleitarnos la existencia durante segundos, minutos, horas. Son juegos preciosos y no deberíamos renunciar a su lúdica recompensa, eso sí, siempre teniendo en cuenta que se rigen por unas reglas vigentes tan sólo en este cosmos particular. Durante nuestra permanencia en él nos engañamos como si pudiéramos abandonar fácilmente su atrayente tela de araña. Es duro renunciar a un mundo sin distancias donde nos creemos seres más perfectos que en el real, donde solo el regreso a la vida rutinaria nos desengaña con su telón de materialidad.

Pero no me hagáis mucho caso, esto son tan sólo taciturnas reflexiones y posiblemente las arrastrará la brisa junto a cualquiera de las noches venideras.

24 julio 2009








Báilame la piel con tus labios rojos
rózame de noche con tu lengua esquiva
cálame con lluvia soñada en tus ojos
sálvame en tus brazos, voy a la deriva.


03 mayo 2009
















Callejón con salida
La posibilidad de abandonarlo todo gracias a nuestro poder de elección es en su mayor parte ilusoria; mutilado tenemos eso del libre albedrío.
No niego con ello el hecho de nuestra capacidad para decidir nuestro rumbo en cada encrucijada, en cada bifurcación o incluso en cada “porque sí”, sin más motivo que la voluntad de hacerlo. Ahí está el caso, como ejemplo, del sabio anacoreta que se retira a las montañas o del monje cenobita dispuesto a vivir alejado  del resto del mundo. Entrando en meditación íntima pueden transformar su yo interno y renovarse, sin duda, pero no dejarán de ser casos aislados, la inmensa mayoría de los seres humanos nos sentimos encadenados sin apenas perspectivas de evasión. El nido cómodo es una cárcel consentida sin apenas resquicio para airearnos.
 ¿Cuántas veces nos preguntamos: qué hago yo aquí? 
Y tal vez esa pregunta nos la planteamos sencillamente para seguir creyendo en que podemos interrogarnos por el placer inexplicable de no saber responder. La sempiterna limitación humana no nos permite atisbar ninguna respuesta próspera. Los dogmas no nos sirven ni amparan debido a su característica determinante, son pozos ciegos y nuestra cordura aunada con la razón los objeta. Además, siempre deberán surgir nuevas preguntas tras cada respuesta, tanto si ésta es aparentemente satisfactoria o inalcanzable,  pues la certeza incuestionable es pariente cercana de la muerte y coarta este existir cimentado en ir oxigenándose con la útil panacea del asombro.
Por otro lado, aspiramos a mitigar nuestra soledad buscando compañía e intentamos compartir nuestra vida sobre una base construida desde el entendimiento, desde la comunicación fructífera en las variadas vertientes que nos son comunes. El sexo es sólo una de ellas y la más próxima a lo irracional de todas. Acaso por eso podemos alcanzar cierta felicidad desde su trinchera, ya que no desde la ausente lucidez en la que nos sumerge; situación ésta que tan interesadamente enturbia nuestra razón mientras nos gobierna el fluir intempestivo de la pasión.
En algún momento de la evolución la naturaleza erró, no fue ecuánime en sus leyes o al menos así lo parece. El naturismo defrauda cuando nos iguala de forma ejemplarizante, la demencia lo prueba, la común infelicidad lo explica, y ya no sirve justificarnos con nuestro progresivo alejamiento  de esa madre omnipresente, pues ella sigue un camino y nosotros estamos perdidos en el intento de coincidir en otro cercano y convergente.
La religión, tan opuesta a la razón, ingenió y hace uso de la fe como un absurdo intento por creer en lo increíble, por ello no tan solo es un opio sino curiosamente también el paraíso mismo que tanto promete. No hay mayor gloria que creer, no hay mejor acomodo como el de tener al presente arropándonos como si fuera ese mismo presente nuestro destino, y más si ese destino nos promete repletar la ansiedad de lo eterno.
La duda entre el gozo (terrenal, cercano, factible, fugazmente real, ese que el ojo de nuestros sentidos nos muestra escandalosamente) y la artificiosa creencia en un designio superior o en un orden supremo capaz de salvaguardarnos de la desesperanza, debería inclinar la balanza ostensiblemente hacia el lado de la razón si no fuera por nuestra imperiosa necesidad de sostén y por los claros intereses de la clase poderosa y regente.
Pero no hay que olvidar, por obvio, la única evidencia capaz de alumbrarnos: No es la vida un corchete intachable y lacrado, más bien debemos entenderla como un callejón con salida, y así como entramos en él desde una plaza inmensa, el cosmos, con el salvoconducto y única deidad de nuestros átomos indestructibles, salimos a la muerte existiendo en ellos para la eternidad, sin conciencia de ser pero, sin duda, siendo…

14 marzo 2009













Poliedros

Usando un símil, se diría, que las parcelas de nuestros sentimientos hacia nuestros allegados son poliedros cúbicos encajados unos al lado de los otros y construyendo entre todos la también poliédrica figura de un exclusivo e íntimo mapa sentimental.

Un buen día lo descubres sorprendiéndote de no haberte dado cuenta mucho antes.

Es en el transcurrir de un viaje en coche, por ejemplo; durante esas horas que acompañan al paso escurridizo del asfalto bajo el vehículo. Tu mente no descansa nunca, vas rumiando cientos de añejas y nuevas ideas que se van enroscando y desenroscando, dando vueltas de noria en el cerebro.

Momentáneamente tanteas la posibilidad de parar y transcribirlas, escribiéndolas en una hoja de papel, pero eres totalmente consciente de que no serviría de nada, pues esos estados de gracia en tus pensamientos parecen disiparse automáticamente cuando intentas apresarlos.

Hasta incluso llegas a pensar, con una ocurrencia que se te antoja genial al instante, en comprar una de esas grabadoras diminutas capaces de poder plasmar, usando tu propia voz, algunas de esas extraordinarias ideas, y así, dejando una concisa pincelada explicativa, más tarde, en el sosiego de tu escritorio, poder volver a desarrollarlas en toda su amplitud.

Si así lo haces te darás cuenta cuan dificultoso es expresar con brevedad y concreción una de esas ideas serpentina, y posiblemente al tercer intento arrinconarás el artilugio grabador en la guantera del coche, olvidando totalmente su existencia al cabo de unas pocas semanas.

Pero hoy me sorprendió esta reflexión cerca de mi escritorio, por eso intentaré exponer en pocas palabras el tema del comienzo.

A veces imagino ese poliedro, compuesto por la suma de todos esos otros, cientos, con diferentes tamaños, incluso creo poder diferenciarlos por colores. Están ahí, vivos y transformando su tamaño incesantemente. Representan a cada una de las personas que han formado y forman parte de mi vida. Su volumen podríamos cuantificarlo como el valor, medido en proporción al afecto, que tengo por cada una de ellas en este lugar e instante.

Algunos tienen correlación, un cierto pálpito en común y no parece estar a mi alcance la capacidad de mudar conscientemente esa característica. También puedo distinguirlos como figuras estancas que no permiten fácilmente intentos de manipulación, ni por mí, ni tampoco por alguno de sus convecinos.

Y ahí es donde está la cuestión: Si tienen existencia propia en mí y yo tan sólo me encuentro capacitado para gozar de ellos respetando su espacio, parece lógico pensar que todo intento de variar esa ley fundamental me va desencadenar una sacudida de infelicidad.

La pirueta del acróbata es el resultado de la perseverancia en el entrenamiento, conseguir entender su mecánica es crucial para no dañarse uno mismo ni a ninguno de los inquilinos de esa estancia interna, así pues, debemos conseguir dominar el gran arte del trapecio (metafóricamente) para que cierto equilibrio reine en nuestra existencia. Todos tenemos algo de aquel trapecista solitario que Kafka nos mostró magistralmente en su famoso cuento, y desde la altura, siendo inmóviles espectadores contemplando el resto del cosmos sobre una pelada barra, nos descubrimos con pleno conocimiento de nuestros límites, a pesar de fútiles intentos por engañarnos con la posibilidad de un brinco hacia ese tentador vacío del caos.

13 febrero 2009















¡Cielos, mi marido!
Desde este lugar tan ajustado, bajo la cama, la perspectiva se me antojaba, al menos, novedosa, aunque un tanto apaisada y claustrofóbica.
Tras más de 20 años siendo amantes circunstanciales, una vez ya superada la primera fase pasional, era la primera vez en que uno de sus maridos nos sorprendía en plena faena.
Aclaro, pues no soy de dejar interrogantes en el aire, que ella, una esplendida hembra (dicha esta palabra con toda la intencionalidad) de generosas formas y confortantes senos, había disfrutado a lo largo de todo este tiempo con la sucesiva compañía de tres amantes esposos mientras yo continuaba con mi recalcitrante soltería. Lamentablemente dos de ellos ya pasaron a mejor vida o imprevista defunción.
No sospechen ustedes nada, pues los motivos, si bien no fueron en ambos casos por causas naturales si lo fueron fortuitos; ya les contaré.

Su celeridad e inigualable precisión para solventar la situación en este momento tan delicado, me hicieron pensar que todos los días se enfrentaba a episodios parecidos.
Sorprendentemente un cosquilleo recorría mi estomago, mezcla de amenazante desasosiego y absurda emoción. No creo exista, en tiempos de paz, nada que provoque una subida de adrenalina tal como el escuchar esas dos sobrecogedoras palabritas: “¡Mi marido!”. Y uno, en el papel de frágil amante, se torna en obediente, en sumiso peón esperando instrucciones. Mientras, la mudez aparece y te domina, hasta el significativo punto de poder escuchar fielmente tus propios latidos cardiacos.
Inmóvil, en absoluto silencio, con la dosis de inquietud superando lo tolerable y con la desazón de imaginar ser descubierto en tan comprometida situación, además de desnudo e inseguro, pude escuchar sus voces provenientes del salón, es más, aseguraría que ella le recriminó abiertamente diciéndole:

- ¡Pero qué horas son estas de venir!
Hecha un ovillo, a mi costado, tenía la ropa. Vestirme era cuestión urgente y primordial pues, sin duda, se recupera cierta dignidad una vez recompuesta la presencia y sin nada colgando demasiado a la vista. Con el mayor sigilo, como una salamandra oculta, con los sentidos hipersensibles fui enfundado mi cuerpo lentamente con calzón, camiseta, camisa, pantalón y joder…cuando llegué a los calcetines sólo había uno, ya estamos…a saber dónde…aún así me lo encajé en su pié sin compañero y finalmente me calcé los zapatos, regalo de mi prima Rosa en mi último cumpleaños, y digo yo, por qué me viene eso ahora a la cabeza.
Lo dicho, a base de movimientos malabares, de retorcimientos inusuales y de contorsiones varias, fui poniéndome una a una todas esas prendas aprovechando el reducido espacio, casi milimétrico, existente entre el colchón y la prominencia de mi nariz.

Nati era doblemente viuda. Su primer marido murió en un accidente, digamos eufemísticamente hablando, que por un sobrepeso de naturaleza musical abalanzándosele sin previo aviso, dicho de otro modo, se le cayó encima un piano de cola cuando ayudaba a unos amigos en una mudanza; nada original su muerte. Mala suerte, sin duda, pues ni siquiera era aficionado a la música clásica, jamás había asistido a un concierto, lo suyo era disfrutar con “Paquito el chocolatero” en las fiestas falleras. Era un entusiasta de las patatas fritas regadas profusamente con eso que denominan “Ketchup”, salsa infame y exitosa con la que nunca he podido demasiado. Atiborrándose con su alimento preferido, mientras presenciaba un partido de Rugby, añoraba esa época de su vida cuando era jugador en activo. Una impensada lesión de menisco lo retiro definitivamente del juego, no sin antes haber conocido y llevado al altar a esta extraordinaria mujer, en aquel tiempo fiel animadora de su equipo.
Nati nunca lo quiso una vez pasada la primera época de encandilamiento, ella tenía unas inquietudes culturales muy lejanas a ese mastuerzo primitivo.
Muy distinto fue el caso de su segundo esposo, Lucas, por él si tuvo una pasión desmedida. Era escritor por vocación y mecánico dentista de profesión. En sus comienzos escribía y le publicaban novelas del oeste, más tarde ideaba unos larguísimos relatos románticos, también con un público adicto e inquebrantable. Utilizaba seudónimo, pues en el fondo se sentía prisionero de ese encasillamiento y soñaba con llegar a crear su gran novela, la obra profunda con la que conseguir reconocimiento como un verdadero autor. La trascendencia era su ilusión.
Ella lo amaba locamente, yo diría incluso que lo idolatraba, demostrándole esa admiración sin disimulo alguno, de hecho, en aquellos años, y mientras duró su relación, la nuestra se mantuvo adormecida, pues si bien no la habíamos concluido definitivamente, quedó aletargada, en manifiesta hibernación y sin ninguna traza de una posible reanimación. Pero la desgracia se cebó en ellos, Lucas contrajo una dolencia muy agresiva, el glioblastoma, cáncer de origen cerebral en el que ni las operaciones quirúrgicas ni la quimioterapia o radioterapia son capaces de detener o paralizar su letal avance, así, lamentablemente, este tumor maligno le quitó la vida en menos un año.
La tuvo siempre al lado, con abnegación admirable, y durante cada día mientras el deterioro iba avanzando, fueron adquiriendo una prodigiosa intimidad más allá de lo común, inexplicable para quien fuera ajeno a su propia unión, pues parecían ser uno en vez de dos seres. Antes de abrir la boca para pedirle algo, ella ya lo traía en la mano; sabía cuando estaba molesto por una postura incomoda o cuando su sufrimiento necesitaba el bálsamo de su compañía.
Tras el fallecimiento aprecié en ella una sutil transformación, se aficionó a leer sobre temas del más allá, incluso contactó y visitó algún experto, como si pensara encontrar algún resquicio por donde infiltrarse a ese otro mundo en el que intuía estaba Lucas. Pero poco a poco las cosas volvieron a su cauce, un inexplicable y profundo sosiego inundó su espíritu, recuperó la vivacidad, su permanente buen humor, y nuestra relación adquirió un nuevo impulso, una inesperada intensidad.
Su marido actual era un empresario relacionado con productos de embalaje, no sé más ni quiero. Yo lo conocía de vista, y ella, consciente de que lo nuestro era perfecto quedándose en el exacto lugar donde lo teníamos, solicitó mi consejo cuando le pidió en matrimonio. Sin ambages, le recomendé abiertamente que aceptara la propuesta. La buena situación económica y el bondadoso carácter del candidato no daban lugar a dudas, la tranquilidad y los pequeños lujos que le proporcionaría no podían rechazarse. Qué ya la edad no daba para aventuras y penurias…

Y sigamos donde lo deje. Ya vestido, me atreví, animado por la apreciación de que las voces parecían algo más lejanas, posiblemente porque habían salido a la azotea, a abandonar mi escondrijo e incluso a sopesar la posibilidad de escabullirme mientras me mantenía alejado de su ángulo visual. Cautelosamente asomé la cabeza y efectivamente, allí los vi, de espaldas y apoyados en la balaustrada que circundaba la terracita, pudiendo comprobar la física imposibilidad de percibirme. Con más ganas de huir del escenario que un roedor de un felino, de puntillas, con movimientos parecidos a aquellos dibujos animados de Tom y Jerry, alcancé el pomo de la puerta, lo giré lentamente, abrí la hoja y me abalancé hacia el exterior; suspire aliviado, por fin salvado, pensé.
La calle me recibió feliz de volver a tenerme como viandante, me parecía como una ovación por el satisfactorio desenlace la algarabía del tráfico bullendo a media tarde. Inmediatamente unos terribles deseos de tomarme una cervecita acudieron a mi encuentro. Con esa sensación de libertad recuperada, y la firmeza de tono que da eso de poder decirme a mí mismo “prueba superada”, recorrí el par de manzanas que me separaban de un bar conocido, me dirigí a la barra, pedí una jarrita de cerveza muy fría y al girar la vista lo vi: Era Gus, el actual marido de Nati, amenamente charlando con algunos amigos.
Pero entonces, quién demonios… 
Ella dijo "mi marido", entonces... ¿me mintió, o acaso no lo hizo y...?

22 enero 2009















Nada fácil…

Lo que escribimos es el almacén de nuestras ideas, vamos recolectando palabras, nos dejamos seducir por su significado, por su sonoridad, por su belleza, algunas siempre nos deslumbran cuando acuden a nuestros pensamientos, somos agricultores del lenguaje en proceso de búsqueda. Por otro lado, la inspiración se nutre de todas esas fuentes emotivas que nos gobiernan en actos y decisiones, incluso en la indiferencia o en el desánimo cáustico.
Si el cauce de la vida por el que transcurrimos es pacífico muere el espasmo de la creación, así pasamos temporadas intermitentes habitando en la penumbra de esa tristeza secreta, inviolable, renuente, existencial y que aparece sin motivo, desconociendo si su origen es puramente químico o si tenemos un espíritu capaz de poseernos aposentándonos en su lecho lánguido.
Damos rodeos interminables a los mismos lunes alicaídos, aunque sabemos que deberíamos salir a pasear los verdes de algún jardín agreste. Así seguimos viviendo, instalados en la esperanza de encontrarnos un acontecimiento inesperado, una puerta misteriosa y entreabierta. Es esta posibilidad una ceremonia imprescindible, deberíamos retomarla y retornar a ella cada cierto tiempo. Creer en ella.
Pero no es sólo la aventura, su recuerdo también nos resucita; y es la transgresión, ese animal sediento, lo que nos excita (en otra hora fue el pecado con su placer y culpa), nos envalentona para adentrarnos en lo prohibido, abandonando el caparazón de nuestra adormecida crisálida en cada estación primaveral, recuperando esa claraboya de libertad luminosa que se oculta en las apreciadas madrugadas felices.
Las jornadas pasan, deslizan insomnios con la perseverancia que les otorga el reloj insumiso, nada cambia, todo parece ser siempre igual, lo mismo, un nuevo comienzo repetitivo, siempre estamos empezando otra vez. Hay un veneno lento haciendo su labor infortunada, nuestro espíritu de supervivencia busca sin encontrar la triaca sanadora y al fondo del escenario la muerte es el final común que nos iguala, todo eso después de haber decidido en las encrucijadas el camino más cómodo, evidentemente no por ello el correcto.
Renunciar a la tentación de aventurarse y limitarse es ir envejeciendo, tender a la línea más recta, más tediosa. La farsa de buscar un sentido debe continuar hasta hacerla creíble, pues sólo el calorcito vivaz del autoengaño apacigua el espíritu, evita emparamarse en la desolación.
Como ya sabemos, una media verdad se torna en completa con el simple hecho de repetirla incansablemente. Si inventamos nuestras verdades por auto convencimiento, con nuestro espíritu de supervivencia tomando las riendas, a partir de ahí, podríamos ser de nuevo azul cielo y no gris apagado, nada fácil…