13 febrero 2009















¡Cielos, mi marido!
Desde este lugar tan ajustado, bajo la cama, la perspectiva se me antojaba, al menos, novedosa, aunque un tanto apaisada y claustrofóbica.
Tras más de 20 años siendo amantes circunstanciales, una vez ya superada la primera fase pasional, era la primera vez en que uno de sus maridos nos sorprendía en plena faena.
Aclaro, pues no soy de dejar interrogantes en el aire, que ella, una esplendida hembra (dicha esta palabra con toda la intencionalidad) de generosas formas y confortantes senos, había disfrutado a lo largo de todo este tiempo con la sucesiva compañía de tres amantes esposos mientras yo continuaba con mi recalcitrante soltería. Lamentablemente dos de ellos ya pasaron a mejor vida o imprevista defunción.
No sospechen ustedes nada, pues los motivos, si bien no fueron en ambos casos por causas naturales si lo fueron fortuitos; ya les contaré.

Su celeridad e inigualable precisión para solventar la situación en este momento tan delicado, me hicieron pensar que todos los días se enfrentaba a episodios parecidos.
Sorprendentemente un cosquilleo recorría mi estomago, mezcla de amenazante desasosiego y absurda emoción. No creo exista, en tiempos de paz, nada que provoque una subida de adrenalina tal como el escuchar esas dos sobrecogedoras palabritas: “¡Mi marido!”. Y uno, en el papel de frágil amante, se torna en obediente, en sumiso peón esperando instrucciones. Mientras, la mudez aparece y te domina, hasta el significativo punto de poder escuchar fielmente tus propios latidos cardiacos.
Inmóvil, en absoluto silencio, con la dosis de inquietud superando lo tolerable y con la desazón de imaginar ser descubierto en tan comprometida situación, además de desnudo e inseguro, pude escuchar sus voces provenientes del salón, es más, aseguraría que ella le recriminó abiertamente diciéndole:

- ¡Pero qué horas son estas de venir!
Hecha un ovillo, a mi costado, tenía la ropa. Vestirme era cuestión urgente y primordial pues, sin duda, se recupera cierta dignidad una vez recompuesta la presencia y sin nada colgando demasiado a la vista. Con el mayor sigilo, como una salamandra oculta, con los sentidos hipersensibles fui enfundado mi cuerpo lentamente con calzón, camiseta, camisa, pantalón y joder…cuando llegué a los calcetines sólo había uno, ya estamos…a saber dónde…aún así me lo encajé en su pié sin compañero y finalmente me calcé los zapatos, regalo de mi prima Rosa en mi último cumpleaños, y digo yo, por qué me viene eso ahora a la cabeza.
Lo dicho, a base de movimientos malabares, de retorcimientos inusuales y de contorsiones varias, fui poniéndome una a una todas esas prendas aprovechando el reducido espacio, casi milimétrico, existente entre el colchón y la prominencia de mi nariz.

Nati era doblemente viuda. Su primer marido murió en un accidente, digamos eufemísticamente hablando, que por un sobrepeso de naturaleza musical abalanzándosele sin previo aviso, dicho de otro modo, se le cayó encima un piano de cola cuando ayudaba a unos amigos en una mudanza; nada original su muerte. Mala suerte, sin duda, pues ni siquiera era aficionado a la música clásica, jamás había asistido a un concierto, lo suyo era disfrutar con “Paquito el chocolatero” en las fiestas falleras. Era un entusiasta de las patatas fritas regadas profusamente con eso que denominan “Ketchup”, salsa infame y exitosa con la que nunca he podido demasiado. Atiborrándose con su alimento preferido, mientras presenciaba un partido de Rugby, añoraba esa época de su vida cuando era jugador en activo. Una impensada lesión de menisco lo retiro definitivamente del juego, no sin antes haber conocido y llevado al altar a esta extraordinaria mujer, en aquel tiempo fiel animadora de su equipo.
Nati nunca lo quiso una vez pasada la primera época de encandilamiento, ella tenía unas inquietudes culturales muy lejanas a ese mastuerzo primitivo.
Muy distinto fue el caso de su segundo esposo, Lucas, por él si tuvo una pasión desmedida. Era escritor por vocación y mecánico dentista de profesión. En sus comienzos escribía y le publicaban novelas del oeste, más tarde ideaba unos larguísimos relatos románticos, también con un público adicto e inquebrantable. Utilizaba seudónimo, pues en el fondo se sentía prisionero de ese encasillamiento y soñaba con llegar a crear su gran novela, la obra profunda con la que conseguir reconocimiento como un verdadero autor. La trascendencia era su ilusión.
Ella lo amaba locamente, yo diría incluso que lo idolatraba, demostrándole esa admiración sin disimulo alguno, de hecho, en aquellos años, y mientras duró su relación, la nuestra se mantuvo adormecida, pues si bien no la habíamos concluido definitivamente, quedó aletargada, en manifiesta hibernación y sin ninguna traza de una posible reanimación. Pero la desgracia se cebó en ellos, Lucas contrajo una dolencia muy agresiva, el glioblastoma, cáncer de origen cerebral en el que ni las operaciones quirúrgicas ni la quimioterapia o radioterapia son capaces de detener o paralizar su letal avance, así, lamentablemente, este tumor maligno le quitó la vida en menos un año.
La tuvo siempre al lado, con abnegación admirable, y durante cada día mientras el deterioro iba avanzando, fueron adquiriendo una prodigiosa intimidad más allá de lo común, inexplicable para quien fuera ajeno a su propia unión, pues parecían ser uno en vez de dos seres. Antes de abrir la boca para pedirle algo, ella ya lo traía en la mano; sabía cuando estaba molesto por una postura incomoda o cuando su sufrimiento necesitaba el bálsamo de su compañía.
Tras el fallecimiento aprecié en ella una sutil transformación, se aficionó a leer sobre temas del más allá, incluso contactó y visitó algún experto, como si pensara encontrar algún resquicio por donde infiltrarse a ese otro mundo en el que intuía estaba Lucas. Pero poco a poco las cosas volvieron a su cauce, un inexplicable y profundo sosiego inundó su espíritu, recuperó la vivacidad, su permanente buen humor, y nuestra relación adquirió un nuevo impulso, una inesperada intensidad.
Su marido actual era un empresario relacionado con productos de embalaje, no sé más ni quiero. Yo lo conocía de vista, y ella, consciente de que lo nuestro era perfecto quedándose en el exacto lugar donde lo teníamos, solicitó mi consejo cuando le pidió en matrimonio. Sin ambages, le recomendé abiertamente que aceptara la propuesta. La buena situación económica y el bondadoso carácter del candidato no daban lugar a dudas, la tranquilidad y los pequeños lujos que le proporcionaría no podían rechazarse. Qué ya la edad no daba para aventuras y penurias…

Y sigamos donde lo deje. Ya vestido, me atreví, animado por la apreciación de que las voces parecían algo más lejanas, posiblemente porque habían salido a la azotea, a abandonar mi escondrijo e incluso a sopesar la posibilidad de escabullirme mientras me mantenía alejado de su ángulo visual. Cautelosamente asomé la cabeza y efectivamente, allí los vi, de espaldas y apoyados en la balaustrada que circundaba la terracita, pudiendo comprobar la física imposibilidad de percibirme. Con más ganas de huir del escenario que un roedor de un felino, de puntillas, con movimientos parecidos a aquellos dibujos animados de Tom y Jerry, alcancé el pomo de la puerta, lo giré lentamente, abrí la hoja y me abalancé hacia el exterior; suspire aliviado, por fin salvado, pensé.
La calle me recibió feliz de volver a tenerme como viandante, me parecía como una ovación por el satisfactorio desenlace la algarabía del tráfico bullendo a media tarde. Inmediatamente unos terribles deseos de tomarme una cervecita acudieron a mi encuentro. Con esa sensación de libertad recuperada, y la firmeza de tono que da eso de poder decirme a mí mismo “prueba superada”, recorrí el par de manzanas que me separaban de un bar conocido, me dirigí a la barra, pedí una jarrita de cerveza muy fría y al girar la vista lo vi: Era Gus, el actual marido de Nati, amenamente charlando con algunos amigos.
Pero entonces, quién demonios… 
Ella dijo "mi marido", entonces... ¿me mintió, o acaso no lo hizo y...?