14 marzo 2009













Poliedros

Usando un símil, se diría, que las parcelas de nuestros sentimientos hacia nuestros allegados son poliedros cúbicos encajados unos al lado de los otros y construyendo entre todos la también poliédrica figura de un exclusivo e íntimo mapa sentimental.

Un buen día lo descubres sorprendiéndote de no haberte dado cuenta mucho antes.

Es en el transcurrir de un viaje en coche, por ejemplo; durante esas horas que acompañan al paso escurridizo del asfalto bajo el vehículo. Tu mente no descansa nunca, vas rumiando cientos de añejas y nuevas ideas que se van enroscando y desenroscando, dando vueltas de noria en el cerebro.

Momentáneamente tanteas la posibilidad de parar y transcribirlas, escribiéndolas en una hoja de papel, pero eres totalmente consciente de que no serviría de nada, pues esos estados de gracia en tus pensamientos parecen disiparse automáticamente cuando intentas apresarlos.

Hasta incluso llegas a pensar, con una ocurrencia que se te antoja genial al instante, en comprar una de esas grabadoras diminutas capaces de poder plasmar, usando tu propia voz, algunas de esas extraordinarias ideas, y así, dejando una concisa pincelada explicativa, más tarde, en el sosiego de tu escritorio, poder volver a desarrollarlas en toda su amplitud.

Si así lo haces te darás cuenta cuan dificultoso es expresar con brevedad y concreción una de esas ideas serpentina, y posiblemente al tercer intento arrinconarás el artilugio grabador en la guantera del coche, olvidando totalmente su existencia al cabo de unas pocas semanas.

Pero hoy me sorprendió esta reflexión cerca de mi escritorio, por eso intentaré exponer en pocas palabras el tema del comienzo.

A veces imagino ese poliedro, compuesto por la suma de todos esos otros, cientos, con diferentes tamaños, incluso creo poder diferenciarlos por colores. Están ahí, vivos y transformando su tamaño incesantemente. Representan a cada una de las personas que han formado y forman parte de mi vida. Su volumen podríamos cuantificarlo como el valor, medido en proporción al afecto, que tengo por cada una de ellas en este lugar e instante.

Algunos tienen correlación, un cierto pálpito en común y no parece estar a mi alcance la capacidad de mudar conscientemente esa característica. También puedo distinguirlos como figuras estancas que no permiten fácilmente intentos de manipulación, ni por mí, ni tampoco por alguno de sus convecinos.

Y ahí es donde está la cuestión: Si tienen existencia propia en mí y yo tan sólo me encuentro capacitado para gozar de ellos respetando su espacio, parece lógico pensar que todo intento de variar esa ley fundamental me va desencadenar una sacudida de infelicidad.

La pirueta del acróbata es el resultado de la perseverancia en el entrenamiento, conseguir entender su mecánica es crucial para no dañarse uno mismo ni a ninguno de los inquilinos de esa estancia interna, así pues, debemos conseguir dominar el gran arte del trapecio (metafóricamente) para que cierto equilibrio reine en nuestra existencia. Todos tenemos algo de aquel trapecista solitario que Kafka nos mostró magistralmente en su famoso cuento, y desde la altura, siendo inmóviles espectadores contemplando el resto del cosmos sobre una pelada barra, nos descubrimos con pleno conocimiento de nuestros límites, a pesar de fútiles intentos por engañarnos con la posibilidad de un brinco hacia ese tentador vacío del caos.