
En el otoño desenmascara el árbol
así como lo hacen nuestras alegrías
y de fronda nostalgia se nos puebla la tierra
tras la lluvia intensa de esta edad tardía.
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Dando vueltas y vueltas siempre en la misma noria, siempre en las mismas horas discretas y perdidas
Dentro de algunos de nosotros perdura, con independencia de la edad, un eco insomne que nos hostiga persistentemente, y para intentar someterlo lanzamos un grito ahogado capaz de encabritar el agua tranquila que pudiera ser nuestra existencia.
El paso del tiempo nunca nos es indiferente, todo va emborronándose, se disipan espejismos capaces de llenar algunos vacíos. Lo cotidiano parece querer eludir el acontecimiento aventuresco, ese que en ocasiones se antoja tan posible como el revoloteo de un pensamiento y tan decisivo como dar un salto imperioso hacia lo desconocido: la salvaguarda transitoria para evitar caer en el precipicio de vivir entreviendo el final del paréntesis, o la innegable señal anunciándonos que se va avecinando el último párrafo de nuestra novela.
Ciertamente nada nuevo se descubre si somos incapaces de armarnos y volar con las alas que mantenemos ocultas en la voluntad y en la mirada.
La mano propia necesita del calor perceptible de otra mano aliada, tangible, leal, guía en nuestra ceguera torturante, el amparo del camarada, y así, en confianza, poder sentirnos capaces de atrevernos a cruzar la calle ilusionante de nuestras aún posibles fantasías. Precisamos de la caricia, del beso enardecido, del cuerpo celebrando el regocijo de armonizarse en otro. Hay una demanda interna necesitada de contacto, de piel convocando a piel, de lágrimas, risas, de la voz y sus matices vibrando en nuestros oídos…
Día a día constato que un blog nunca deja de tener una gran parte de muralla infranqueable, de muro sordo, y voy apreciando como tras esa barrera vais desapareciendo tal y como llegasteis. Uno a uno regresáis al lugar donde presumo estabais antes de formar parte de este inciso en mi vida, volvéis a vuestros velados señoríos, imaginados cientos de veces pero que lamentablemente jamás recorreré.
Me olvidareis lenta e irremisiblemente, yo os olvidaré a mi pesar, es la vida. Aún así no tengo duda: ha valido la pena cada minuto dedicado a conoceros, a pensaros, a fantasear con capítulos posibles de esta fábula con estéril final. Sé muy bien que este intento de vuelo es tan solo una dulce quimera.
Aunque, lo confieso, siempre perdurará e mí la marca indeleble de ese alguien que secretamente me enamoró, en el más bello ensueño imaginado. Pero tras el sueño, el despertar trae un regusto agridulce con la perdida de lo que parecía real, y el despertar también lleva consigo la aspereza de descubrir la verdad irremediable.
Estas tenues amistades o ingenuos amores consiguen deleitarnos la existencia durante segundos, minutos, horas. Son juegos preciosos y no deberíamos renunciar a su lúdica recompensa, eso sí, siempre teniendo en cuenta que se rigen por unas reglas vigentes tan sólo en este cosmos particular. Durante nuestra permanencia en él nos engañamos como si pudiéramos abandonar fácilmente su atrayente tela de araña. Es duro renunciar a un mundo sin distancias donde nos creemos seres más perfectos que en el real, donde solo el regreso a la vida rutinaria nos desengaña con su telón de materialidad.
Pero no me hagáis mucho caso, esto son tan sólo taciturnas reflexiones y posiblemente las arrastrará la brisa junto a cualquiera de las noches venideras.
Poliedros
Usando un símil, se diría, que las parcelas de nuestros sentimientos hacia nuestros allegados son poliedros cúbicos encajados unos al lado de los otros y construyendo entre todos la también poliédrica figura de un exclusivo e íntimo mapa sentimental.
Un buen día lo descubres sorprendiéndote de no haberte dado cuenta mucho antes.
Es en el transcurrir de un viaje en coche, por ejemplo; durante esas horas que acompañan al paso escurridizo del asfalto bajo el vehículo. Tu mente no descansa nunca, vas rumiando cientos de añejas y nuevas ideas que se van enroscando y desenroscando, dando vueltas de noria en el cerebro.
Momentáneamente tanteas la posibilidad de parar y transcribirlas, escribiéndolas en una hoja de papel, pero eres totalmente consciente de que no serviría de nada, pues esos estados de gracia en tus pensamientos parecen disiparse automáticamente cuando intentas apresarlos.
Hasta incluso llegas a pensar, con una ocurrencia que se te antoja genial al instante, en comprar una de esas grabadoras diminutas capaces de poder plasmar, usando tu propia voz, algunas de esas extraordinarias ideas, y así, dejando una concisa pincelada explicativa, más tarde, en el sosiego de tu escritorio, poder volver a desarrollarlas en toda su amplitud.
Si así lo haces te darás cuenta cuan dificultoso es expresar con brevedad y concreción una de esas ideas serpentina, y posiblemente al tercer intento arrinconarás el artilugio grabador en la guantera del coche, olvidando totalmente su existencia al cabo de unas pocas semanas.
Pero hoy me sorprendió esta reflexión cerca de mi escritorio, por eso intentaré exponer en pocas palabras el tema del comienzo.
A veces imagino ese poliedro, compuesto por la suma de todos esos otros, cientos, con diferentes tamaños, incluso creo poder diferenciarlos por colores. Están ahí, vivos y transformando su tamaño incesantemente. Representan a cada una de las personas que han formado y forman parte de mi vida. Su volumen podríamos cuantificarlo como el valor, medido en proporción al afecto, que tengo por cada una de ellas en este lugar e instante.
Algunos tienen correlación, un cierto pálpito en común y no parece estar a mi alcance la capacidad de mudar conscientemente esa característica. También puedo distinguirlos como figuras estancas que no permiten fácilmente intentos de manipulación, ni por mí, ni tampoco por alguno de sus convecinos.
Y ahí es donde está la cuestión: Si tienen existencia propia en mí y yo tan sólo me encuentro capacitado para gozar de ellos respetando su espacio, parece lógico pensar que todo intento de variar esa ley fundamental me va desencadenar una sacudida de infelicidad.
La pirueta del acróbata es el resultado de la perseverancia en el entrenamiento, conseguir entender su mecánica es crucial para no dañarse uno mismo ni a ninguno de los inquilinos de esa estancia interna, así pues, debemos conseguir dominar el gran arte del trapecio (metafóricamente) para que cierto equilibrio reine en nuestra existencia. Todos tenemos algo de aquel trapecista solitario que Kafka nos mostró magistralmente en su famoso cuento, y desde la altura, siendo inmóviles espectadores contemplando el resto del cosmos sobre una pelada barra, nos descubrimos con pleno conocimiento de nuestros límites, a pesar de fútiles intentos por engañarnos con la posibilidad de un brinco hacia ese tentador vacío del caos.