22 enero 2009















Nada fácil…

Lo que escribimos es el almacén de nuestras ideas, vamos recolectando palabras, nos dejamos seducir por su significado, por su sonoridad, por su belleza, algunas siempre nos deslumbran cuando acuden a nuestros pensamientos, somos agricultores del lenguaje en proceso de búsqueda. Por otro lado, la inspiración se nutre de todas esas fuentes emotivas que nos gobiernan en actos y decisiones, incluso en la indiferencia o en el desánimo cáustico.
Si el cauce de la vida por el que transcurrimos es pacífico muere el espasmo de la creación, así pasamos temporadas intermitentes habitando en la penumbra de esa tristeza secreta, inviolable, renuente, existencial y que aparece sin motivo, desconociendo si su origen es puramente químico o si tenemos un espíritu capaz de poseernos aposentándonos en su lecho lánguido.
Damos rodeos interminables a los mismos lunes alicaídos, aunque sabemos que deberíamos salir a pasear los verdes de algún jardín agreste. Así seguimos viviendo, instalados en la esperanza de encontrarnos un acontecimiento inesperado, una puerta misteriosa y entreabierta. Es esta posibilidad una ceremonia imprescindible, deberíamos retomarla y retornar a ella cada cierto tiempo. Creer en ella.
Pero no es sólo la aventura, su recuerdo también nos resucita; y es la transgresión, ese animal sediento, lo que nos excita (en otra hora fue el pecado con su placer y culpa), nos envalentona para adentrarnos en lo prohibido, abandonando el caparazón de nuestra adormecida crisálida en cada estación primaveral, recuperando esa claraboya de libertad luminosa que se oculta en las apreciadas madrugadas felices.
Las jornadas pasan, deslizan insomnios con la perseverancia que les otorga el reloj insumiso, nada cambia, todo parece ser siempre igual, lo mismo, un nuevo comienzo repetitivo, siempre estamos empezando otra vez. Hay un veneno lento haciendo su labor infortunada, nuestro espíritu de supervivencia busca sin encontrar la triaca sanadora y al fondo del escenario la muerte es el final común que nos iguala, todo eso después de haber decidido en las encrucijadas el camino más cómodo, evidentemente no por ello el correcto.
Renunciar a la tentación de aventurarse y limitarse es ir envejeciendo, tender a la línea más recta, más tediosa. La farsa de buscar un sentido debe continuar hasta hacerla creíble, pues sólo el calorcito vivaz del autoengaño apacigua el espíritu, evita emparamarse en la desolación.
Como ya sabemos, una media verdad se torna en completa con el simple hecho de repetirla incansablemente. Si inventamos nuestras verdades por auto convencimiento, con nuestro espíritu de supervivencia tomando las riendas, a partir de ahí, podríamos ser de nuevo azul cielo y no gris apagado, nada fácil…