14 noviembre 2008














Encuentro inesperado

Deambulaba por la ciudad meditabundo y se dio de bruces con aquella capilla escarbada en una roca que le pareció totalmente fuera del entorno urbanístico, era como la entrada a una dimensión que ya hubiera visitado en alguna ocasión o acaso en otra vida. Una anciana rezaba arrodillada con la vista fija en una cruz espartana.
Le pareció demasiado fácil confesar sus inquietudes a un dios ajeno a sus creencias, no resultaría, estaba seguro, aún así entró y se sentó en uno de los banquitos de madera, primero miró por encima de la cruz, fijo sus ojos en la pequeña grieta que hería la pared superior y se dijo que igualmente podría dirigirse a la misma en vez de a ese otro símbolo tan utilizado.
Y se le liberó algún oculto demonio interno…


Dios que soy yo -pensó- te hablaré sin hablar pues bien nos conocemos a pesar de todos esos muros que han ido interponiendo en nuestras charlas: doctrinas, credos, religiones nefastas. Dios que me provocas ruido en el alma, angustia en la simple contemplación del horizonte gris del porvenir, vértigo en esa noche que emerge y me extravía, que me descubre desolado y perdido, estremecido por una ceguera repentina. Dios que has sido el éxtasis, el derroche, el engaño de creerme acompañado, la ruina de un ser que a veces flota en su propia miseria, y otras veces en su estridencia, en su júbilo, en su sueño de muerte. Dios bárbaro como lo es mi ignorancia, tan capaz de aventurar las tropas en batallas perdidas, eco de mi propia estupidez, de todas esas dudas que son cordilleras escarpadas rodeando el valle de mi presencia viva, cual misterio, cual llanto, cual espina; siempre abrazado a tu contrasentido, al mío, por eso me escabullo, huyo de ese escenario en el que nunca tienes (tengo) el valor necesario para saltar al vacío, para romper cada cántaro, uno a uno, escampando su arena, sus fragmentos de barro, y así, lograr que mi cuerpo quebrado, inalcanzable, se recomponga en sol, en agua, en aire, en línea recta y muerta, que mi mente descanse en el blanco perfecto y silencioso de la mudez caída. No, no quiero ya ser yo y dios, no quiero verme centro, es mejor agonizar en niebla callada, irrazonable, vana, no pensar, olvidar esa esfera feliz que invadí en algunos momentos. Locura de piel, que también se cree dios, locura de deseos, que no duda en creer con la ineludible devoción incorporada: Mujer, rosa que hiere, que aroma los misterios, que disfraza de firmamento los huecos de ventanas…

Sí, dios que soy ese yo, único e irrepetible y con poder supremo sobre mis decisiones, hablamos pocas veces, como quienes todo conocen del interlocutor, pero hoy es urgente desatar nuestras lenguas encubiertas.
Humano dios, como lo es cualquiera, que se deja avasallar por una dolencia que transmuta eternamente, que quema y angustia hasta el punto de obligar a salir en búsqueda de alivio, de un bálsamo que mitigue la desazón que es carecer de una mitad, como si fuera cierto que existe esa otra parte que encaja en este vacío tan innegable.


De repente ya todo vuelve al cauce, sigues ahí, sabiendo que en unas horas estarás de nuevo frente al televisor, escuchando su trino metálico fundido en mezcolanza con imágenes (es ese un portento que siempre te embelesó). Miras alrededor, apático, y vuelves a pensar que no hay espanto perenne, esperando el después, pues sabes que habrá un después, así como sabes que volverá ese pago aplazado inexcusable, será en un encuentro fortuito, al salir del cine, del teatro o al pasear solitario atravesando un parque, y el detonante una sonrisa, una mirada lanzada contra tus ojos con la más provocadora de las intenciones, o con la inocencia de quien no imagina, o tal vez todo será un fruto enfermizo de tu achaque de búsqueda.


Repentinamente se diluyeron sus pensamientos, alguien había franqueado la entrada y aunque habló para sí con voz callada, como suele utilizarse en los lugares de culto, resonaron sus palabras con una singular agudeza: era un cura con sotana.
Es la señal, pensó, ya seguiremos hablando otro día, se levantó y huyó de la capilla.

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